10,144 mujeres han sido reportadas como desaparecidas en los últimos ocho años en El Salvador. A diferencia de los hombres, para las mujeres la adolescencia es el rango de edad de mayor riesgo, con el 38.3% de los casos. A falta de investigaciones que resuelvan paraderos, fiscales, policías, jueces y expertos intentan dar explicaciones con la realidad que mejor conocen: las niñas en territorios de pandillas son presas fáciles. El caso de Alison Renderos, una atleta estudiantil, fue la primera gran alarma, pero el Estado no reaccionó.
Autoría: Gabriela Cáceres y Valeria Guzmán. Con reportes de Celia Pousset y Jimmy Alvarado.
La atleta Alison Renderos está sentada en un sillón ubicado en un cuarto pequeño de una casa ubicada en la colonia Dos Puentes, en San Vicente. Tiene miedo. Llora. Es prisionera de un grupo de pandilleros del Barrio 18, algunos de ellos amigos de infancia. Alison quizá es consciente que ya ni la cercanía la salva, que algo malo pasará. “No me quiero quedar aquí”, suplica. Tres jóvenes la vigilan en el cuarto. Tienen orden de no dejarla salir, saben qué harán con ella, pero juegan a pronunciar falsas esperanzas. “Si esta morra intenta correr, aquí mismo la vamos a matar”, pronuncia uno de sus captores.
Son las 2 de la tarde del miércoles 9 de mayo de 2012. Alison lleva dos horas desaparecida.
Algunas horas antes, por la mañana, había participado en una competencia de lucha libre en su escuela. Esa fue la última vez que sus compañeros y entrenador la vieron con vida. Con 15 años, cursaba 9° grado en el Centro Escolar Doctor Darío Gonzalez cuando fue conducida, con engaños, hacia la casa de la colonia Dos Puentes. Atleta desde niña, integraba el equipo de lucha olímpica de la escuela. Había ganado una medalla de plata en los Juegos CODICADER; y otra de bronce en los Juegos Centroamericanos y del Caribe realizados en Panamá, en 2011.
¿Cómo se explica que una atleta estudiantil, reconocida, haya terminado desaparecida, secuestrada por un grupo de pandilleros de la Shadow Park Locos del Barrio 18? Para responder a esa pregunta hay que hacer una breve explicación de país: El Salvador tiene, desde los noventa, una guerra entre las pandillas Barrio 18 y la Mara Salvatrucha-13. Tras casi 30 años, esa guerra evolucionó y convirtió a las células territoriales de cada pandilla en clicas que controlan barrios y colonias como las de Alison. En esos territorios, las comunidades viven según sus reglas. Las mujeres jóvenes, se sabe ahora, corren los mismos riesgos que los hombres jóvenes si se acercan mucho a la clica, pero sobre ellas hay un riesgo extra: su condición de mujer. Alison, presumen las autoridades, se acercó mucho a la clica, amén de sus relaciones desde la infancia con algunos pandilleros. En algún punto, los pandilleros creyeron que Alison los había traicionado porque alguien la vio platicando con un joven que habita en una zona de la pandilla contraria. El rumor la marcó.
Un caso símbolo, una violencia ignorada
Alison no fue la primera joven que desapareció en el 2012 ni la única que haya aparecido muerta en el contexto de la guerra de pandillas. Su caso, sin embargo, fue notorio y permitió hablar del nuevo fenómeno de desapariciones. Hasta mediados de 2012, cuando en El Salvador se hablaba de desaparecidos, el concepto no estaba tan arraigado con la violencia contemporánea, sino más con la guerra civil.
La noticia de la desaparición de Alison se esparció, primero, por las calles de la colonia. Más tarde, su foto se distribuiría por redes sociales y sus datos aparecerían en los medios de comunicación. Se convirtió rápido en un caso símbolo, y movería una discusión política alrededor de las nuevas desapariciones. También pondría de manifiesto la influencia de la presión ciudadana para acelerar ciertas investigaciones.
La discusión sobre el fenómeno, sin embargo, derivó en nada. Fue un pretexto político para dinamitar La Tregua, como se le llamó a la negociación del Gobierno del expresidente Mauricio Funes con las pandillas para reducir los homicidios a cambio de beneficios carcelarios. La derecha política alzó la bandera de los desaparecidos y el caso de Alison para señalar, sin pruebas, que detrás del desplome histórico de los homicidios en realidad había cadáveres escondidos por las pandillas. En respuesta, el primer Gobierno de izquierdas negó, pese a las denuncias, que las desapariciones fueran un fenómeno real. En el 2012, la PNC registró 1,564 denuncias de desaparecimiento de personas. En medio de la discusión, la primera cifra oficial de la Policía no hizo sonar ninguna alarma.
Aquel año, el delito de desaparición aún no estaba contemplado en el Código Penal y continuó así hasta 2019. Pese a la constancia de los casos, hasta siete años después la clase política retomó la discusión. Esta vez de manera seria. Desde noviembre de 2019, ocho años después del caso de Alison, desaparecer personas en un contexto de privación de libertad ya es delito. Sin embargo, las adolescentes siguen desapareciendo en proporciones mucho mayores a la de los jóvenes de su misma edad. Las precarias condiciones sociales, la cultura y la violencia sexual siguen presentes en los territorios de las pandillas. Al acecho.
Secuestro y muerte
Alison se sabe sin salida. Y sabe que si se libra de sus captores el futuro para ella será cuesta arriba. No es fácil desprenderse de los lazos que atan a las pandillas en comunidades como la suya. Atribulada, en aquel cuarto en el que está retenida, suelta una frase desesperada. Insiste en que quiere irse. “Si salgo de aquí me voy a matar”, dice.
Cinco minutos después, otro pandillero llega hasta la habitación, se le acerca y le pide que lo acompañe. Ella lo sigue hasta otro cuarto donde hay tres pandilleros más. Ahí, Daniel Ernesto García Durán, alías El Sombra, le reclama. La incriminan de haberlos traicionado con miembros de la Mara Salvatrucha (MS). Daniel tiene 24 años. Sus acompañantes son Cristian Noé Alvarenga Crespín, “El Indio”, de 25 años; y José David Monge Flores; de 22 años, “El Humilde”, según el expediente judicial.
“El Indio” se le acerca sigilosamente por detrás y le coloca un cincho en el cuello. Alison no logra defenderse. El indio la estrangula mientras El Humilde la sostiene para evitar que caiga al suelo. Alison es colocada sobre un colchón. Luego la desnudan. Después de abusar de ella y cortar su cuerpo, los pandilleros cargan un pick up de color verde con dos bolsas de plástico color negro. “La morra ya va palmada”, dice uno de los pandilleros. Llevan el cuerpo mutilado hacia un cultivo de caña ubicado en el cantón San Antonio Tras el Cerro. Ahí lo recibe otro grupo de pandilleros que desde el mediodía había estado cavando un hoyo.
El caso cobrará demasiada notoriedad durante los próximos 20 días en los que Alison se considerará una joven desaparecida. En San Vicente se organizarán marchas, pidiendo su retorno. La Policía solo por esa presión mediática se activará, un vecino contará que vio a un pandillero de la colonia cargando una piocha, ese pandillero se convertirá en testigo criteriado y dará la ubicación y paradero del cuerpo de Alison.
¿Por qué las pandillas matan y desaparecen a una joven de su colonia? Ocho años después, El Faro logró hablar con testigos directos del caso. Desde el anonimato, las fuentes reconstruyen las cercanías y la amistad de Alison con algunos miembros de la pandilla; los celos de estos jóvenes, las reglas no escritas, la sentencia para una traición que se esparció por un rumor. De fondo, una de las fuentes dimensiona el riesgo al que están expuestas las jóvenes que se vinculan con la pandilla. “Ellas tienen que observar y saber que si cometen un error les va a pasar lo mismo o algo peor”, dice la fuente.
10 mil denuncias de privación de libertad
En 2012, cuando Alison fue desaparecida y asesinada, la Fiscalía General de la República reportó 1,252 denuncias de privaciones de libertad de niñas, adolescentes y mujeres. A falta de tipificación penal para las nuevas desapariciones, la Fiscalía acepta que desde entonces tomó lista de las denuncias atribuyendo a los casos de desaparecidos el delito más próximo: la privación de libertad.
A partir de aquel año, en el que desaparecieron 507 adolescentes mujeres entre las edades de 13 a 17 años, las denuncias por privación de libertad aumentaron. En 2012, las adolescentes fueron el 40.5% de las denuncias de mujeres desaparecidas. La adolescencia es el rango de edad más vulnerable para las mujeres. La entrada a la pubertad en las niñas supone el ingreso a una edad de riesgo.
Desde enero de 2012 hasta junio 2020, la Fiscalía recibió un total de 10,144 denuncias de privación de libertad de mujeres. En el mismo periodo, la institución registró la denuncia de 16,266 víctimas hombres por el mismo delito. Y aunque en términos generales se denuncian más desapariciones de hombres, cuando las víctimas transitan por la adolescencia, por mucho desaparecen más las menores entre 13 y 17 años. En los últimos ocho años, del total de hombres reportados como privados de libertad, solo el 12.35 % son adolescentes. En contraparte, el porcentaje de adolescentes desaparecidas llega al 38.3% del total de las denuncias de mujeres privadas de libertad.
Desde 2012 hasta mediados de 2020, se denunciaron 771 casos de niñas menores de 12 años que fueron privadas de libertad. En el mismo periodo, la cifra de adolescentes entre 13 y 17 se multiplica por cinco, alcanzando las 3,885 denuncias.
Pasada la adolescencia, conforme las edades de las mujeres van aumentando, la frecuencia de denuncias de privaciones de libertad baja. Entre 2012 y junio de 2020, la Fiscalía recibió 2,437 denuncias de mujeres entre los 18 y 30 años y se han documentado 705 denuncias de mujeres de los 31 a los 40 años. El rango de edad donde menos mujeres desaparecidas se reportan es entre los 61 a 70 años, con un promedio de nueve denuncias por año.
2014 fue el año en que más mujeres desaparecidas se reportaron ante la Fiscalía. Ese año la institución recibió 1,541 denuncias, de las cuales 621 eran adolescentes entre los 13 y 17 años. Y aunque desde entonces los registros han bajado, las denuncias se han mantenido arriba del millar por año. Además, el fenómeno respecto a las adolescentes se mantiene. Durante los últimos ocho años, las menores entre los 13 y 17 años son las que más se reportan como desaparecidas. El año pasado, de un total de 1,068 denuncias, el 34% eran referidas a adolescentes.
Presas fáciles
Hace ocho años, cuando Alison desapareció, no faltaron las voces que la incriminaron con grupos delictivos. Algunos la relacionaron con pandilleros tanto de la Mara Salvatrucha como del Barrio 18. Otros resaltaron la dedicación de la joven atleta al deporte que practicaba y la desligaron de cualquier pandilla. En la colonia donde vivía, es complicado establecer la frontera de quién no tiene ninguna relación con la pandilla y quién sí.
“Los que son pandilleros fueron mis compañeros en la escuela”, empieza por narrar una joven de la misma comunidad que Alison. Y es que la adolescencia suele ser el momento donde los adolescentes se vuelven conscientes de las fronteras que deben respetar: “Cuando éramos niños, estaban en las canchas todos juntos, después ya no. De repente, se alejaban, no podía hablarles. Se decía: Si te llevas más con una pandilla, ya no puedes pasar por aquí”, explica una joven que creció en otra comunidad dominada por el control de las pandillas.
Ese respeto por las reglas que les es exigido a los adolescentes fue la bomba que detonó el asesinato de Alison. A ella la acusaron de tener vínculos con la pandilla contraria. Pero el pecado de origen fue otro, uno que Alison no podía resistir: su relación de amistad con los jóvenes pandilleros de su propia colonia.
En casos más extremos, las pandillas clasifican a las chicas en dos categorías, según un pandillero del Barrio 18 que conoció del caso de Alison y habla con la condición de anonimato. Las “bichas tira paro” normalmente son niñas entre las edades de 11 a 15 años que ayudan a la pandilla a recoger renta o bienes de la clica. “Nos mueven la marihuana y las armas. Y tienen que dar amor si anda vacilando con la pandilla y toda la onda”, dice.
Pero también están las “homegirls”. Estas mujeres sí son parte de la pandilla. Cuando las nuevas incorporaciones de mujeres a la pandilla se ha convertido en una nebulosa, este pandillero asegura que siguen reclutando jóvenes mujeres y ellas “tienen tatuado el número 18”. Para ingresar, los requisitos no han cambiado con el paso del tiempo. Ellas escogen una de tres opciones que la pandilla impone: ser golpeada por 18 segundos en el caso del Barrio 18, asesinar a un pandillero rival o tener relaciones sexuales con integrantes de la estructura. “A ellas no se les puede tener ni de menos ni de más, porque ellas portan el Barrio 18. Ellas hacen pegada y toda la onda”, sostiene.
Según las autoridades, Alison tenía una relación con “El Sombra” y el rumor que circuló, sobre ella teniendo una relación con la pandilla contraria, provocó que la asesinaran. Desde el 8 de mayo de 2012, los pandilleros ya habían contactado a las amigas de Alison para que la llevaran a la casa donde fue asesinada.
En la mayoría de contextos, explica Verónica Reyna, subdirectora del Observatorio de derechos humanos del Servicio Social Pasionista, las mujeres son vistas como objetos. “Hay muchos temores en familias de comunidades en torno a las mujeres adolescentes, porque saben que pueden servir como botín de guerra. Hay poca capacidad de negarse a las demandas de ellos”, señala.
Un agente de la Sección de Información y Estadísticas Policiales coincide: “Si ellas le gustan a un pandillero, tienen que convivir con él. No hay vuelta atrás. O se van con él o les dicen que van a matar a su familia. Se van y la pandilla les da un mínimo de protección”.
Graciela Sagastume, directora de la Unidad de la Niñez, Adolescencia y Mujer de la Fiscalía, cree que un buen porcentaje de desapariciones de niñas y adolescentes está relacionado a las huidas. “Hay muchos casos en los que las chicas desaparecen porque están siendo acosadas por pandilleros y su única alternativa para poder escaparse, es irse… muchas veces sin decirle a sus padres”, sostiene.
La Fiscalía confiesa que no puede dar respuesta a todos los casos, pero la hipótesis de Sagastume para algunos de ellos no es descabellada. El Salvador es un país que experimenta el fenómeno de desplazamientos forzados por la violencia de las pandillas. Tras el asesinato de Alison, su familia tuvo que huir del país por amenazas. Seis años más tarde, Estela Renderos, de 20 años, fue secuestrada y asesinada. Estela era prima de Alison. Como con las desapariciones, el Estado no terminó de reconocer el desplazamiento forzado sino hasta 2019.
El mensaje detrás de las desapariciones de jóvenes que habitan en territorio de pandillas cala hondo. En la pandilla, que se sepan las consecuencias, más que para ahuyentar a las jóvenes se usa como advertencia: “Con la pandilla no se debe jugar”, dice el pandillero del Barrio 18 cuando se le pide que explique por qué, en casos como el de Alison, la consecuencia es el asesinato. “Si no se portan bien, se les desaparece”.
El limbo de las desaparecidas
No todos los casos de desapariciones se investigan y se resuelven de forma rápida. En algunos casos, la búsqueda exhaustiva solo funciona para aquellas situaciones que causan “alarma social”, como sucedió con Alison Renderos. La pronta reacción de la Policía y Fiscalía permitió que en 20 días encontraran sus restos enterrados bajo la tierra. En una fosa aledaña, las autoridades también encontraron, sin querer, la osamenta de Leydi Patricia Monge Artiga, una joven de 22 años que tenía más de un mes desaparecida.
Se sabe muy poco de Leydi. Fue vista por última vez afuera de la iglesia católica de Aguilares, el 1 de abril de 2012. Un testigo relató a la Fiscalía que recibió la orden de cavar un hoyo para enterrar sus restos. Se presume que fue asesinada, como Alison, por una supuesta relación con la pandilla contraria. Como el caso de Leydi habrá muchos más. La capacidad instalada no es suficiente para investigar todos los casos de desaparecidos. “Si usted tiene 10 investigadores y 50 desaparecidos, ¿cómo van a investigar los 50 casos?”, se cuestiona un investigador policial.
En contraste, el caso mediático de Alison fue prioritario para la Policía. “Hubo presión arriba. Estaba en todos los medios de comunicación. Es una alarma social. Se nombró un equipo de investigadores y utilizamos los recursos necesarios y tecnológicos para ubicarla”, reconoce. En menos de un mes, lograron ubicar a una de las personas que participó en el asesinato. Así conocieron la ubicación del cuerpo de Alison y, por accidente, el de Leydi.
La Fiscalía llevó a la zona al criminólogo Israel Ticas Chicas. Él encontró dos fosas el 1 de junio de 2020. Cada una separada a 25 metros de distancia. Siete días después, el examen de ADN practicado al cuerpo enterrado en la primera fosa reveló que se trataba de Alison. Mientras que los otros restos correspondían a Leydi. “Ambos cuerpos mostraban el mismo nivel de violencia a la hora de hacer la inhumación. No había diferencia entre el cuerpo de Alison y la muchacha que estaba a 25 metros”, dijo Ticas a El Faro.
A menos que la desaparecida reaparezca por sus propios medios, o que una investigación fortuita dé con el cadáver de una víctima, existe una gran posibilidad de que nunca se conozca el paradero de las desaparecidas. Y es que a pesar de que la Fiscalía recibió más de 10 mil denuncias en los últimos ocho años, no es capaz de brindar datos precisos sobre el destino de esas mujeres: ¿reaparecieron? ¿Están vivas?
El Faro pidió conocer el número de casos que han sido archivados desde 2012 y el motivo por el que estos casos llegaron a archivo. La institución brindó estadísticas que permiten concluir que el 92% de las denuncias son enviadas al archivo, pero se excusó diciendo que “no es posible detallar si el archivo se debió a que la víctima fue encontrada viva o fallecida, ya que la información sobre si la víctima fue encontrada viva o muerta se encuentra registrada de manera automatizada en nuestras bases de datos a partir del año 2019”.
El año pasado, 741 denuncias de mujeres privadas de libertad fueron archivadas por la Fiscalía, es decir el 69% del total anual. Sin embargo, esto no es sinónimo de que todas esas mujeres regresaron a sus casas. Eso solo ocurrió en 408 de los casos. Las otras denuncias fueron archivadas porque en cinco ocasiones la víctima apareció muerta, en 26 casos la investigación se engavetó porque “no se encontró” a la víctima y, además, 302 denuncias fueron a parar al mismo lugar sin que se especifique la razón.
Víctimas de violencia sexual
Mientras los pandilleros El Little Killer y el Little One colocaban bolsas plásticas negras sobre el patio donde luego desmembrarían a Alison, otro miembro de la estructura criminal conocido como El Indio, abusó sexualmente de la atleta. “Pero ya no se movía, ya estaba desmayada”, se lee en el expediente judicial. De acuerdo con varias fuentes consultadas, hay una estrecha relación entre las privaciones de libertad de adolescentes y hechos de violencia sexual.
Una de las personas que plantea esta premisa es Verónica Salazar, una activista de los derechos de la mujer. Tiene once años de trabajar en una organización que brinda apoyo a mujeres violentadas en la zona paracentral del país. Por seguridad pide que no se identifique el municipio específico en el que está basada. Ella plantea que, a pesar de que las desapariciones deben tratarse con urgencia, no siempre sucede así. “Cuando se llega a la policía a reportar que una niña no ha llegado a la casa, la policía dice que se debe esperar 24 horas para tomar la denuncia. En 24 horas pueden pasar muchas cosas. Luego regresan, pero ¿en qué situaciones regresan?”, se pregunta la activista.
Ella asegura haber colaborado de primera mano en casos de niñas y adolescentes que primero fueron reportadas como privadas de libertad y luego se descubrió, habían sido víctimas de violencia sexual. Hace alrededor de cuatro años tuvo conocimiento de cómo operaba un jefe de pandilla en una comunidad, cuando una madre pidió ayuda para su hija de 15 años, que ya estaba en su segundo embarazo. “El jefe de la pandilla llegaba a la comunidad y elegía qué chica se iba con él a una casa. Esa es privación de libertad. Ellas no elegían irse con él”. Posteriormente, explica Salazar, se conoció que el jefe de la pandilla las obligaba a mantener relaciones sexuales. Por ello, hace hincapié en cuáles son las condiciones en que regresan a sus hogares aquellas privadas de libertad que aparecen.
Salazar además, pone de ejemplo el caso de una niña de 11 años que fue reportada como privada de libertad en enero de este año en una comunidad rural de la zona paracentral. La madre de la niña llamó a la policía rural porque no la encontraba. Un vecino de 17 años relacionado a la pandilla de la zona la había llevado hacia la cancha de la comunidad. Pero la madre no sabía eso. Cuando llamó a la policía, no se le tomó la denuncia y le pidieron esperar 24 horas para que la menor apareciera. “El tipo quería algo con la niña y lo hizo. Abusó sexualmente de ella. Y para la comunidad, la culpable es la niña. La negligencia ahí es por parte de la policía en no mostrarse competente en actuar inmediatamente”, denuncia la activista.
En el casco urbano del municipio donde ocurrió este hecho, la versión que maneja el agente que tomó la denuncia es distinta. Ahí, él asegura que la niña confesó que mantenía una relación con el joven de 17 años y que ella accedió a irse con él y sostener relaciones sexuales.
“Hemos identificado que hay un fuerte estigma donde la población e incluso oenegés actúan con poca objetividad con la víctima cuando han tenido alguna vinculación con las pandillas. Para la sociedad, eso justifica que las priven de libertad o las agredan sexualmente”, señala Verónica Reyna, la subdirectora de Derechos Humanos del Servicio Social Pasionista.
Reyna cuenta que ha logrado conocer casos de adolescentes que, tras una desaparición, regresan a sus casas con agresiones sexuales. “Nos han llegado varios casos de jóvenes adolescentes que desaparecen por unas horas y las encuentran con agresión sexual por parte de las pandillas. En los hombres la privación de libertad tiene otros objetivos: amenazar, sacar información… asesinar. Las mujeres, al entrar a la adolescencia, se convierten en un objeto sexual al que la pandilla quiere acceder”, sostiene.
Reyna ha identificado que en este tipo de casos la denuncia por privación de libertad no avanza hacia un proceso judicial: “Al recuperar a la joven con vida, las familias no quieren meterse en problemas. Hay familias que se han desplazado y terminan ignorando el hecho. Si son adolescentes, la FGR tiene que realizar una investigación, pero el 99% de las familias que conozco te dicen que no quiere que se investigue porque saben que el victimario es de la pandilla”.
Sin castigo
La Fiscalía procesó a ocho pandilleros que participaron en la desaparición asesinato de Alison y Leydi por los delitos de feminicidio. El Juzgado Especializado de Sentencia B de San Salvador los condenó a 30 años de cárcel por el homicidio de Alison. No fueron condenados por feminicidio porque la Fiscalía no logró probar que pandilleros hubieran ejercido violencia por su condición de mujer. “En el feminicidio no solo hay que probar la muerte de una persona y que la muerte sea una mujer. Sino hay que probar un motivo, una condición más allá del dolo, que le llaman misoginia”, dice el juez que conoció el caso. Él insiste en que Fiscalía necesitaba más pruebas y agrega que “el contexto probatorio era el testigo criteriado y (en) la prueba científica, no se infería que hubo un odio o menosprecio hacia la joven”.
Cuatro años después de la sentencia, el juez sostiene que la historia de Alison no alcanzó justicia gracias a una investigación sólida, sino a un golpe de suerte por la declaración del testigo criteriado. “No fue una investigación. Fue al azar. Es decir que fue más un caso de suerte que por tema profesional o investigativo”, cuestiona.
Mientras el caso de Alison obtuvo justicia, los pandilleros que supuestamente participaron en la desaparición y asesinato de Leydi fueron absueltos de cargos. La prueba principal para incriminarlos, explica el juez, se trató de la declaración de un testigo criteriado que relató que recibió la orden de cavar un hoyo para enterrar el cuerpo de la víctima. Pero “no hubo prueba. No se individualizó”, dice.
Y a pesar de que Alison fue privada de su libertad, la Fiscalía no procesó a ninguno de los involucrados por ese delito. Sin embargo, el juez asegura que la Fiscalía tenía elementos para probar la privación de libertad y decidieron no hacerlo. “Los jueces no podemos agregar cualquier delito de oficio por un tema de congruencia entre los hechos acusados y los tenidos por probados. Usualmente los casos donde sí se han judicializado desapariciones ha sido a través de testigos criteriados”, dice.
Antes de la entrada en vigencia del delito de desaparición de personas, en noviembre de 2019, la legislación solo reconocía la desaparición forzada, aquella que está definida como la que cometen agentes del Estado. ¿Qué pasaba, entonces, con los casos donde se presumía que el victimario era un pandillero o un civil? Las autoridades fiscales y policiales, hasta noviembre de 2019, clasificaban estas desapariciones bajo la figura de “privación de libertad”.
“Esto implicaba mucha confusión porque la privación de libertad es aquella limitación ambulatoria de carácter temporal; en cambio, la desaparición de personas ya es con el propósito de ocultar a la víctima de carácter permanente”, reconoce la Directora de la Unidad Especializada para Personas Desaparecidas, Guadalupe de Echeverría.
Para el período comprendido entre enero de 2012 y junio de 2020, la Corte Suprema de Justicia (CSJ) no tiene registro del número total de condenas o absoluciones por el delito de privación de libertad. La Oficina de Información y Respuesta aduce que no todos los juzgados del país tienen el sistema adecuado para hacer el conteo; o que los secretarios de cada instancia judicial “no cuentan con el tiempo suficiente” para realizarlo.
Sin embargo, sí tienen información de los Tribunales de Sentencia de San Salvador, Chalatenango y San Miguel. A esas sedes judiciales llegó un total de 122 casos por el delito de privación de libertad que terminaron en 85 sentencias condenatorias y 38 absolutorias. Según los datos, la mayoría de los imputados (179) son hombres y solo hay 17 mujeres. El Faro solicitó el número de casos que FGR ha presentado a sedes a juzgados a nivel nacional por el delito de desapariciones y hasta el cierre de este reportaje no hubo respuesta.
De acuerdo con datos de la Fiscalía, la tendencia observada en los casos registrados como “privaciones de libertad” se mantiene ahora que otros casos se procesan bajo el nuevo delito de desaparición de personas. Solo en los primeros seis meses de este año, la Fiscalía ha registrado 68 denuncias de desapariciones de mujeres. El 32.5% eran jóvenes adolescentes. Mientras que en este primer semestre hubo 145 hombres desaparecidos de los cuales el 8.96% son denuncias de varones entre los 13 y 17 años.
A pesar de que desde el año pasado existe el delito de desaparición de personas, la Fiscalía no ha dejado de utilizar la calificación penal de privación de libertad cuando tiene una denuncia por desaparición. Un caso reciente fue el de dos adolescentes que fueron raptadas por supuestos pandilleros en Santa Ana, el 25 de julio de 2020. Según las autoridades, hubo testigos que llamaron a la policía y se montó un operativo. Pronto, las menores fueron localizadas con vida en una finca en la colonia Teocinte ubicada en dicho departamento. Sus captores huyeron. La Fiscalía tiene una investigación abierta por el delito de privación de libertad. De hecho, el jueves 3 de septiembre de 2020, la institución fiscal informó a través de su cuenta de Twitter que giró 116 órdenes de capturas contra miembros del Barrio 18 a los que se les atribuye 27 casos de privación de libertad.
La Fiscalía también administra desde 2013 en Twitter un perfil llamado “Ángel Desaparecido”. Ahí se publican fotos, edades y otros detalles de menores que son reportados ante la institución como desaparecidos. Este agosto se publicó la información de cuatro casos. En las cuatro publicaciones se observan las fotos de cuatro adolescentes que miran a una cámara. Las cuatro desaparecidas. Todas entre los 14 y 17 años.
“Estación del Silencio” es un proyecto transnacional coordinado por Agencia Ocote que investiga y reflexiona sobre las violencias contra las mujeres en Mesoamérica. Este texto es parte de la segunda entrega sobre mujeres desaparecidas, en la que participan: Agencia Ocote (Guatemala), elFaro (El Salvador) y ContraCorriente (Honduras).
Financiamiento de Foundation for a Just Society, con apoyo de Oak Foundation y Fondo Centroamericano de Mujeres.