Las mujeres que sufren violencia económica deben recorrer un laberinto legal para recuperar sus bienes o recibir una pensión. Un proceso que puede durar años. Aunque es un tipo de violencia contra las mujeres común en Guatemala, en doce años solo se han emitido 170 sentencias condenatorias por violencia económica.


Autoría: Carmen Quintela Babío

Cuando se dio cuenta de lo que su esposo estaba haciendo, ya era demasiado tarde. El día anterior, él se había llevado las computadoras de la casa, había sacado de las gavetas los objetos de valor y recogido las escrituras de la vivienda. Poco después, un hombre llegó para llevarse el carro. “Su esposo me lo vendió”, le dijo.

Ese día, su marido regresó, sacó la ropa del clóset y la metió en bolsas para llevársela. La insultó, le dijo que si se iba, era por su culpa y se fue recomendándole que mejor se prostituyera para conseguir algo de dinero.

A ella la dejó sola con sus tres hijos, una casa hipotecada y una deuda imposible de pagar. A los dos días les cortaron el agua.

De esta escena pasaron ya más de siete años. Hoy, al hablar con ella, se escucha segura. Cuentatoda su historia con una memoria y precisión envidiables. No puede permitirse olvidar lo que pasó en estos últimos siete años ni en los 14 anteriores.

Está de acuerdo en que se conozca su historia, sabe la importancia de que casos como el suyo se hagan públicos, pero pide omitir su identidad. Por eso este es un relato sin nombres y apellidos.

Comienza su narración hace casi 30 años, cuando tenía 14, cuando empezó a trabajar. Venía de una familia “de padre ausente”, con ocho hermanos. Así que desde niña buscó cómo ayudar en casa. Primero en una tienda de ropa, en Tikal Futura, en la zona 11 de Ciudad de Guatemala, donde al poco tiempo le hicieron encargada. Después en un restaurante de la zona 9. Ahí, con 21 años, conoció al que sería su marido.

A los tres meses se casaron. Vio en él una vía para salir de su casa. Su mamá había encontrado otra pareja y ella no tenía buena relación con él. Había violencia, y quedarse no era opción.

Tuvieron una hija y al poco tiempo abrieron una tienda de pintura. Los dos empezaron a trabajar juntos. En menos de dos años ya habían abierto tres locales. Ella se encargaba de manejar las cuentas —todas a nombre de él—, de depositarle el dinero y de hacer que los números cuadraran. “Yo agarraba únicamente para lo básico, para la casa, para el súper…”, dice. Con lo ahorrado, a los diez años lograron comprar una vivienda. Una casa de block en la zona 11 de Mixco. Tres cuartos, cocina, salón y patio con pila.

Poco a poco, ella empezó a notar algunas actitudes por parte de él: “Si yo compraba algo y no regateaba o no lo buscaba más barato, como que se enojaba. Si me compraba algo bonito, lo tenía que esconder y luego decía que una mi hermana me lo había regalado”. No le dio mucha importancia.

Después, los cambios fueron más evidentes. “Me dijo que no quería que volviera a la tienda. ‘Necesito que estés aquí en la casa, descansa un tiempo’, me dijo”. Al principio lo vio normal, una especie de reconocimiento después de 10 años de trabajo, mientras también criaba a sus tres hijos.

Pero ella quería seguir en el negocio. Y cuando se negó a quedarse en casa: “Me empezó a gritar delante de los trabajadores y me echó de la tienda”. Unos conocidos de la iglesia la convencieron para ceder. “Hágale caso, él es su esposo, tal vez sólo quiere que esté en la casa”, le dijeron.

“Ese año fue el peor de mi vida. Me trató como quiso. Venía tarde, hacía las cosas de la empresa él solo, no me decía nada, todo lo tenía bajo llave. Ese año que yo pasé prácticamente encerrada, él me empezó a tratar mal: que era una chucha, una muerta de hambre, una prostituta, que me metía con hombres, que la hija chiquita saber si era de él…”. La voz se entrecorta y corren las lágrimas. 

Si le veía plancharse el pelo o maquillarse, la maltrataba. Le daba Q75 para darle de comer a sus tres hijos. “Me decía: ‘Cuidado te vayás a hartar vos algo de esos 75 quetzales que les dejo, porque no tenés derecho’”.

Su hijo, el mediano, que tenía unos nueve años, era espectador de estas escenas de violencia. A veces defendía a su madre y los golpes se los llevaba él. Que se callara, que era un hueco. Algunos días no llegaba a casa. Otros, aparecía de goma, exudando alcohol y mal humor. Era un infierno.

Ese año, que a ella se le hizo eterno, él pasó todos los bienes a una sociedad anónima, a nombre de sus familiares. Y las cuentas, a uno de los trabajadores. Las tiendas que había abierto con su esposa, las empezó a reportar a la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) con cero ingresos. En silencio, sin que ella supiera. Entonces, se enteró de que él estaba con otra mujer a quien, además, había dejado embarazada.

Colérica, le pidió que se fuera de la casa y cuando él se negó, empezó su calvario. Puso una primera denuncia, por violencia contra la mujer. Él dijo que iba a cambiar, le pidió tiempo. Y ella, confiada, le dejó volver. Fue entonces cuando el hombre aprovechó para llevarse todos los objetos de valor, la ropa, las escrituras, el vehículo.

Él se fue y ella, sin negocios, sin sueldo, sin ahorros, no supo qué hacer. Vendió todo lo que tenía para poder pagar las facturas y para darle de comer a sus hijos. “Después de tenerlo todo, yo amanecí sin nada”. No había comida, así que dejó de comer. Si tenía dos o tres huevos en la despensa, los preparaba para los niños y se excusaba. “Hoy no como porque me duele la panza, estoy enferma”, les mentía.

Y en medio de ese huracán de hambre, de incertidumbre y de desesperación, conoció a Wendy.

Wendy Tobar es la coordinadora del área legal de los Centros de Apoyo Integral para Mujeres Sobrevivientes de Violencia (Caimu) de Guatemala del Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM). En el GGM dan acompañamiento psicológico y legal a mujeres que vivieron y viven violencia.

Wendy le recomendó presentar una denuncia por varios tipos de violencia, entre ellas, la económica. La violencia económica, cuenta la abogada, es una de las que más se repite en los casos que conocen. Dice que la mayoría están atravesados por la violencia psicológica, primero, y por la económica después.

La violencia económica fue tipificada en Guatemala en 2008, en la Ley contra el femicidio y otras formas de violencia contra la mujer. Es un delito que incluye varios supuestos. Por ejemplo, limitar que las mujeres dispongan libremente de sus bienes y derechos patrimoniales o laborales, obligarlas a firmar documentos que afecten a su patrimonio, destruir sus documentos de identificación personal, no cubrir sus necesidades básicas y las de sus hijas e hijos y ejercer violencia psicológica, sexual o física para controlar los ingresos que entran al hogar.

Es un delito amplio.

Wendy Tobar explica que varias de las mujeres que atienden en el Caimu de Guatemala “solicitan apoyo porque los hombres las amenazan con sacarlas de la casa, o lo que es peor, disponen de los bienes vendiéndolos con el riesgo de que las mujeres y sus hijos no tengan donde vivir”.

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Es una violencia que alimenta otros tipos de violencia. Sin recursos económicos, las mujeres se quedan atrapadas en una relación de dependencia. “Viven en la forma tradicional de la familia en la que el rol del hombre es ser sustentador y administrador de la riqueza, del patrimonio o de los bienes del hogar. Y las mujeres toman el rol tradicional de amas de casas, de madres, de esposas —describe Tobar—. Cuando los hombres las dejan, se quedan en el abandono. No tienen los medios ni los espacios laborales para poder sostener a sus hijos”.

Tampoco para presentar denuncias y seguir un proceso legal. Sin recursos, sin tiempo, es casi imposible contratar un abogado para poder llevar los casos.

Los procesos, además, suelen ser tardados y requieren un pago constante, eterno, a los abogados que llevan los casos para lograr algún resultado que les devuelva el dinero y el tiempo invertido. Y esto no está garantizado.

El castigo

De cinco a ocho años de prisión. Esta es la pena que recibe un hombre por causar violencia económica a una mujer. Es algo únicamente punitivo. Y aquí las abogadas ven un vacío. Porque cuando una mujer denuncia violencia económica, por lo general, no lo hace para encontrar un castigo. Lo hace porque necesita comer, necesita que sus hijos coman, necesita regresar a su casa, recuperar su herencia, su terreno, su vehículo, su empresa.

Según Tobar, en el Ministerio Público (MP) han encontrado obstáculos para presentar estas denuncias: “Tenemos dos casos en los que hemos obligado al MP a recibir la denuncia. Nos hemos topado que, al momento de realizar la investigación, tampoco le dan la importancia que merece”.

Uno de esos casos, es el de la mujer de esta historia. Nunca le dieron trámite a la denuncia que planteó por violencia económica, a pesar de que desde el GGM presentaron las pruebas de que su esposo había pasado sus bienes a una sociedad anónima y no reportaba ingresos en sus empresas, para no tener que darle la mitad de los recursos a su pareja.

“Explicamos en el MP la temporalidad, porque es interesante cuando uno analiza los casos, ver la cronología de los hechos —cuenta Tobar—. Se observa cómo existe la mala fe de que las mujeres sean despojadas de sus derechos. Este caso lleva años y nunca pudimos ir ante un juez porque el MP pensaba que no se configuraba el delito”.

Entre enero de 2008 y octubre de 2019, el Ministerio Público recibió 10,440 denuncias por violencia económica como la de esta mujer. Se solicitó la actualización de este dato a través de la Unidad de Información Pública de la fiscalía, pero únicamente entregó un documento en un formato no editable, en el que se agruparon todas las denuncias de violencias contra las mujeres. El documento era tan pesado que no pudo procesarse para desglosarlo en diferentes tipos de denuncias. Se solicitó de nuevo la información, únicamente de violencia económica, pero el MP no la entregó.

El Organismo Judicial registra, entre 2014 y agosto de 2020 (no dio el dato de años anteriores, a pesar de que se pidió desde 2008), 269 sentencias por violencia económica. De estas, 170 (el 63.2%) fueron condenatorias.

En el OJ aclaran que la responsabilidad de este bajo número de condenas no está únicamente en los juzgados. Dora Amalia Taracena es coordinadora de la Unidad de control, seguimiento y evaluación de los órganos especializados en delitos de femicidio y otras formas de violencia contra la mujer. Taracena señala directamente al Ministerio Público. “Hay muchos procedimientos, como desestimaciones o falta de mérito, que se dan porque quizás la fiscalía no aportó todas las pruebas contundentes. Aquí la parte fundamental es el MP, que reúne los elementos de convicción”, concluye.

Marisol López, fiscal de sección adjunta de la Fiscalía de la Mujer del MP, asegura que la violencia económica es un delito poco denunciado, aunque sea frecuente. López achaca el bajo número de sentencias a la mora judicial y a la dificultad para investigar los casos. A diferencia de otros tipos de violencia, como la física o la sexual, donde se pueden utilizar como pruebas informes médicos o forenses, en la violencia económica, los delitos se demuestran con documentos, que no siempre existen.

Esto lo confirma Claudia Hernández, directora ejecutiva de la Fundación Sobrevivientes: “Como quedó redactado en la ley, es muy difícil poder probarla. ¿Cómo demuestro que él retuvo mis documentos o que se quedó con mis ingresos? ¿Cómo probamos que ella tiene la razón? A veces tenemos leyes que están bien en la teoría, pero no se adecúan en el proceso legal”.

La secunda Geraldina Barrientos, psicóloga clínica y forense que trabaja en Mujeres Transformando el Mundo (MTM): “Pasa lo mismo que con la violencia psicológica, que no es fácil de probar, porque no se ve. Y está naturalizada, no se asume como un tipo de violencia. Cuesta mucho con los jueces y los fiscales”.

Está tan naturalizada que ni las mujeres son conscientes de ella. Cuando llegan a la organización y cuentan su historia de violencia física, sexual o psicológica, en el relato, las psicólogas y abogadas se dan cuenta de que también recibieron violencia económica, cuenta Barrientos.

Llevar un caso de violencia económica es un proceso lento que no tiene ninguna garantía. Si se logra una sentencia condenatoria, no significa que las mujeres que denunciaron logren recuperar sus bienes, sus propiedades y su dinero. Como recuerda Tobar, es un delito únicamente punitivo. Un castigo al agresor.

Esto implica que las mujeres se ven obligadas a entrar en otro proceso, en el laberinto de la vía civil.

Arte: Lluisa Gonzalez-Reiche

El laberinto

La mujer con la que hablamos se conoce cada pasillo del juzgado de primera instancia de familia de Mixco. Ha ido tantas veces que ya perdió la cuenta. En el Grupo Guatemalteco de Mujeres le han apoyado durante estos siete años con todo el acompañamiento legal. Pero las vueltas, esas vueltas largas, eternas, tardadas, las tiene que dar ella. Y muchas las ha dado con el estómago vacío.

Tiene todavía un proceso abierto por la vía penal, por violencia física, pero además lleva otros casos en juzgados civiles. Por pagos atrasados de pensiones y para recuperar las escrituras de la casa donde todavía vive.

A diferencia de la violencia física, psicológica o sexual, que se llevan exclusivamente por la vía penal, en la económica se abre la puerta a un proceso civil.

Las mujeres que denuncian haber sufrido violencia económica buscan, en primer lugar, que les den lo que les corresponde: los bienes, los recursos, las viviendas. Y por la vía penal es complicado que esto suceda. Únicamente cuando un caso llega a sentencia condenatoria y un juez dicta una reparación económica puede que la mujer que denunció recupere algo de su dinero. Pero según los datos oficiales, el número de denuncias que llega a sentencias es bajo y la reparación no siempre es justa, no siempre se dicta y no siempre se cumple.

Lo que procede, entonces, es iniciar procesos de tipo civil, en juzgados de familia. “Tenemos la convicción de que debemos ayudar a las mujeres en sus necesidades más urgentes. Estos temas son violencia económica, pero tenemos que tratarlos primero como un derecho de familia”, explica Wendy Tobar, del GGM.

Estos procesos son caros y tardados. Solo en el pago de abogados, un caso que concluya en un año puede llegar a costar unos Q12 mil. Si son varios casos abiertos y si los procesos se tardan más tiempo, la cifra aumenta. A eso se le suma el transporte y el tiempo invertido (que es incompatible con encontrar un trabajo estable). Esto es prohibitivo para una persona que presentó una denuncia porque se le privó de su dinero y sus bienes.

Algunas buscan apoyo en el Instituto de la Defensa Pública Penal (IDPP). Entre enero de 2008 y septiembre de 2020, el IDPP conoció 410 casos de violencia económica. En este tiempo se lograron 95 sentencias. Solo 52 fueron condenatorias.

Otras optan por ir a organizaciones de mujeres, pero no hay tantas dedicadas a dar apoyo legal, no hay muchas que cubran más allá de Ciudad de Guatemala y no todas están dispuestas a enfrentarse a un proceso civil, que puede demorar años.

Geraldina Barrientos, explica que en Mujeres Transformando el Mundo únicamente ven procesos penales, porque esa es el área de trabajo de la organización. “Con los casos civiles tenemos problemas. Necesitan mucha ayuda, pero el MP nos los refiere. Lo que hacemos nosotras es enviarlos al bufete popular de la Usac (Universidad de San Carlos) o al de la Universidad Rafael Landívar”, cuenta.

En la Fundación Sobrevivientes tampoco los conocen. “No los llevamos porque llevan demasiado tiempo”, lamenta Claudia Hernández, la directora de la organización.

En los Caimu del GGM, las mujeres han visto una pequeña ventana. “Cada señora que viene, viene con muchos problemas. Nosotras intentamos ayudarlas primero a garantizarles la comida para sus hijos y luego, un lugar para vivir”, precisa la abogada Wendy Tobar.

En el Ministerio Público, aunque la fiscal Marisol López asegura que el civil y el penal son dos procesos que se pueden llevar en paralelo, admite que la recomendación que dan a las mujeres es iniciar por lo civil. “Es más tardada, pero es mejor empezar por la vía civil y seguir por la penal. No es lo mismo perseguir penalmente que llegar a un acuerdo civilmente y es lo más aconsejable para que la agraviada recupere sus bienes”, explica.

Esto implicó, cuenta Tobar, que en el GGM se hayan tenido que especializar a la fuerza en unos procesos que no dominaban y que varían con cada mujer que llega a la organización.

Tobar nos guía por algunos de los casos que han seguido. El primero, generalmente, suele ser un juicio de gananciales o de cambio de régimen económico. Es un juicio de tipo ordinario que suele tardar en concluir de uno a dos años. “Está orientado a que se les reconozca a las mujeres el 50% de lo que les corresponde”, explica.

En el caso de la mujer de esta historia, hace tres años iniciaron este proceso, que aún no finaliza. La idea, cuando lo comenzaron, era poner a su nombre la casa en la que ella vive. “Nuestra intención es proteger la vivienda. El caso tiene ahora una anotación de demanda, que hace que él no pueda venderla ni embargarla”, dice la abogada.

Además, a través de este proceso buscan que se reconozca que las empresas que levantaron durante el matrimonio son de los dos —ya que él las inscribió en el Registro Mercantil sólo a su nombre—. Después de esto, abrirán un juicio oral de división de la cosa común. Aun así, Tobar define este paso como “pelar huevos vacíos”. Como él pasó los bienes a una sociedad anónima y reporta las empresas con cero ingresos, ya no tienen ningún valor.

Otro proceso puede ser la búsqueda de nulidad de los negocios jurídicos que los hombres hicieron de forma irregular.

Esto puede funcionar si la pareja está casada. Si no lo está, puede intentarse una unión de hecho forzosa ante el juez, pero sólo puede hacerse en los tres años siguientes a la separación.

Si la pareja tuvo hijos (aunque no esté casada o unida), en GGM buscan que los hombres paguen una pensión. Pero es un trámite largo. “Tenemos que empezar por el principio”, recapitula la abogada.

En algunos casos, deben presentarse ante un juez de familia para que se reconozca que los hijos son del hombre. “Muchas mujeres antes de poder tan siquiera solicitar una pensión alimenticia, primero tienen que inscribir a sus hijos con el apellido paterno, porque muchos hombres no lo hacen voluntariamente”, explica la abogada. Eso se hace en un juicio de paternidad y filiación, que puede tardar de uno a dos años.

“Después, empieza un juicio oral, que normalmente puede prolongarse cuatro a seis meses, siempre y cuando se logre notificar al señor”, continúa. Este es uno de los obstáculos que encuentran. Los hombres se cambian de vivienda y esto dificulta que se les notifiquen las demandas.

En el mejor de los casos, dice Tobar, cuando los hombres tienen propiedades o reciben un salario, este se puede embargar y entregarse a las mujeres. Pero la abogada habla de un fenómeno frecuente: “Cuando los hombres se ven demandados y se les está aplicando el embargo, prefieren renunciar. Vuelve una situación complicada porque, aunque las mujeres tienen una pensión alimenticia fijada por un juez, de nuevo caen en el abandono”.

El siguiente paso, entonces, es presentar una demanda de cobro de pensiones. “Se llama juicio de ejecución y están diseñados en la ley para ser breves. Deberían tardar exageradamente de uno a tres meses”, explica. De nuevo, si no hay un problema de notificación.

Si los hombres no entregan los recursos, se pasa entonces a un proceso penal. Pero no por el delito de violencia económica. Por el de negación de asistencia económica, que está recogido en el Código Penal y tiene penas de entre seis meses a dos años. Para este momento, suma Tobar, pueden haber pasado hasta tres años sin que las mujeres tengan acceso a los bienes que le pertenecen. Y tres años para una persona sin recursos, ni trabajo, ni un nivel educativo que les facilite conseguir empleo, ni en ocasiones círculos de apoyo, es mucho tiempo.

Además, no siempre son sólo tres años. Como es un delito catalogado dentro de los “menos graves”, las audiencias se suelen retrasar y suspender con facilidad. En ocasiones, los jueces plantean fianzas que se logran embargar, cuenta Tobar, pero estas no siempre son por una cantidad conforme a lo que se les debe a las mujeres por pensiones atrasadas.

Y también se da otra situación: si se pasa por todas las etapas, se abre un debate y se dicta sentencia, la pena máxima para el delito de negación de asistencia económica es de dos años. Según el Código Penal, esto significa que son conmutables por un mínimo de Q5 diarios y un máximo de Q100. Si se le impone la pena máxima, este pago estaría entre los Q3,650 y los Q73 mil, que a veces los hombres prefieren pagar y que, en todo caso, explica la abogada, se va a las arcas del Organismo Judicial, no a las mujeres.

Las herencias

Salimos de Ciudad de Guatemala, unos 270 kilómetros al norte. Aldea Salquil Grande, a 25 kilómetros de Nebaj. Ahí vive María Raymundo Marcos, una mujer ixil de 68 años, en una pequeña casa de block y techo de lámina.

Cuando el papá de María enfermó, hace unos 10 años, él repartió su tierra entre sus seis hijos. A uno de ellos, al hermano de María, le hizo una propuesta: le dejaría un terreno extra, además del que le tocó en el reparto, si cuidaba de él.

Él aceptó, pero a quien le tocó cuidar de su papá fue a María. Así que el hombre cambió de opinión. Revocó su decisión en la municipalidad y le dejó el terreno a ella. Durante 14 años, María plantó milpa, frijol, arvejas y habas en un espacio de tres cuerdas y media, mientras se hacía cargo de su papá. Su hermano se negó a aceptar esto.

María dice que cuando su padre murió, su hermano, con el apoyo de abogados, hizo otro documento para poner a su nombre el terreno. Después de eso, lo vendió y arrancó la milpa que ella había plantado.

El día que María llegó a arreglar los cultivos, la denunciaron por usurpación de tierras. María fue detenida y pasó un tiempo en prisión, en Quetzaltenango. Hoy trata de llevar su caso por la vía legal, con el apoyo de la Red de Mujeres Ixiles de Nebaj. Por ahora no ha logrado recuperar el terreno y poco a poco, ella y su esposo han perdido la esperanza de conseguirlo.

Este tipo de historias son comunes en Guatemala. Historias de herencias que pasan de padres a hijos hombres únicamente o que, a pesar de dejarse también a las hijas mujeres, sus esposos o familiares las venden sin el consentimiento de ellas o mediante engaños.

Aida Saravia, coordinadora del Caimu de Ciudad de Guatemala, explica que “hay cambios estructurales que hay que hacer. Quitarles esa idea de que se hereda al hijo porque la hija va a tener lo del esposo. Hay incluso casos en los que el papá de la mujer deja el terreno a nombre del esposo de ella”.

En estos casos, primero hay que diferenciar entre herencias (cuando la persona fallece) y disposición de los bienes en vida, a través de una donación o de una compraventa. 

En el segundo caso, por ejemplo, cuando un padre decide repartir sus tierras entre sus hijos hombres, es casi imposible llevar un proceso legal. “Ahí hay un principio que dice que cada persona puede disponer de sus bienes como mejor le parezca. Es mi derecho no darles nada a mis hijos si no quiero”, explica la abogada Wendy Tobar.

Si el problema se da después de la muerte de la persona y, por ejemplo, los hermanos no le permiten a las hermanas tener acceso a la tierra —como pasó en el caso de María Raymundo—, hay una ventana legal. Tobar define dos rutas: la voluntaria y la forzosa.

La voluntaria se hace a través de una escritura pública llamada partición. “Se puede necesitar la participación de un arquitecto o ingeniero que haga un plano y distribuya el mismo bien para todos. Se hace la escritura, que tiene otro trámite. En ocasiones necesita la autorización municipal para poder desmembrar. Esto lo hace un notario. Luego se inscribe en el Registro de la Propiedad y cada hermano tendrá su documentación”, expone.

Si no hay voluntad, se inicia un juicio oral de la división de la cosa común. “Se plantea al juez que se quiere repartir el bien y que se presenta la demanda porque los otros comuneros no quieren hacer la división”, añade la abogada. De nuevo, toca hacer los planos y las escrituras, y por sentencia se inscribe en el registro.

Ambos procesos son, de nuevo, tardados y caros.

Además, muchas veces —sobre todo en aldeas alejadas de cabeceras departamentales— no hay documentos que respalden los repartos de tierras. Y las mujeres no cuentan con los recursos para contratar abogados que lleven los procesos. Las organizaciones como la Red de Mujeres Ixiles tratan de darles apoyo, pero no todas tienen la capacidad ni el personal.

Juana Baca, integrante de la organización, explica que varias situaciones que han visto en la región tienen que ver con que “durante la relación, el hombre logra convencerla de vender su herencia y comprar otro bien inmueble. Pero lo pasa a nombre de él, no al de ella”. Cuando se quieren separar, las mujeres no solo ven que perdieron un terreno que estaba a su nombre. Además, viven en un lugar que no les pertenece.

Ana Pérez Raymundo, también de la Red de Mujeres Ixiles, narra otra de las experiencias que es común encontrar: “Cuando los hombres reciben un terreno de parte de los padres, lo que hacen los padres es que no les entregan los documentos. Los hombres migran a los Estados Unidos y las mujeres se quedan.  Luego, si hay problemas, o si los hombres se quedan allá con otra mujer, los suegros echan a las mujeres porque los terrenos no están a nombre de sus esposos”. Mucho menos al de ellas.

En la Red de Mujeres Ixiles han realizado mediaciones entre las personas y así han conseguido resolver algunos casos. En otros, como el de María Raymundo, no se solucionó el problema y tuvieron que presentar acciones legales.

La red también trata de hacer sensibilización en las comunidades, a través de programas radiales y campañas para hablar de la violencia contra las mujeres. “Ha costado llevar los casos, ha sido muy difícil, incluso si nosotras les damos ese apoyo. Si no encuentran apoyo y asesoría legal, no tienen opción. Y muchas veces cuesta mucho porque lo han hecho como una compraventa. Ellas, sin darse cuenta, han dado ese traspaso de las tierras”, añade Caba.

Otros casos se han llevado a través de la alcaldía indígena de Nebaj. Desde ahí habla Feliciana Tzabal, una de las cuatro primeras alcaldesas, quien cuenta los procedimientos que han seguido: “Ellas presentan su denuncia, nosotros tomamos nota, vemos cómo está el caso y preguntamos a las personas qué quisieran que pasara”, explica. El siguiente paso es escuchar a los testigos y también a la persona a la que se está acusando. “Hay que escuchar y poner atención a lo que dice cada uno. Ya después de eso viene la resolución”, concluye.

Sobre la posibilidad de ingresar este tipo de casos en el sistema penal ordinario como un delito de violencia económica, hay dudas. Para la abogada Wendy Tobar, no cabría dentro de la definición incluida en la ley. “Yo entiendo que es violencia económica, por darle un nombre, pero no entra dentro del delito”.

Claudia Hernández, directora de la Fundación Sobrevivientes, explica que es difícil comprobar que el abuso se dio por el hecho de ser mujer: “El fin es más un interés económico, de tener un ingreso o quedarse la propiedad”.

Sin embargo, en el Ministerio Público, según la fiscal Marisol López, sí lo han tomado como un delito de violencia económica: “Cuando estaba en la unidad de litigios, recibí más de algunos casos por herencias”. Son, dice, más comunes incluso que las denuncias a parejas. No precisa datos ni aclara cuántos llegaron a sentencia condenatoria, pero sí aclara que el trámite para restituir los derechos a las mujeres, de nuevo, debe realizarse por la vía civil.

De nuevo el laberinto. En el Grupo Guatemalteco de Mujeres lo conocen bien. Se resignan a llevar al menos unos cuatro o cinco casos en la vía civil con cada mujer. También saben que para muchas son la única opción que les queda.

“Cada vez que nos llega un caso de estos es como que nos metieran a un laberinto distinto y tenemos que buscar salida. Si las buscamos, las encontramos —concluye—. Nos toca siempre nadar contra la corriente, pelear contra el sistema. Porque la misma ruta que nos sirvió para una persona, no nos sirve para la otra. Porque los jueces que van a conocer los procesos, no lo aceptan, no lo entienden, no tienen el mismo criterio. Nos toca abrir brecha con cada mujer”.


Revisa aquí todos los episodios de Estación del Silencio

Episodio 1: Femicidios

Episodio 2: Desaparecidas

Episodio 3: Violencia Económica


“Estación del Silencio” es un proyecto transnacional coordinado por Agencia Ocote que investiga y reflexiona sobre las violencias contra las mujeres en Mesoamérica. Este texto es parte de la segunda entrega sobre mujeres desaparecidas, en la que participan: Agencia Ocote (Guatemala), elFaro (El Salvador) y ContraCorriente (Honduras).

Financiamiento de Foundation for a Just Society, con apoyo de Oak Foundation y Fondo Centroamericano de Mujeres

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